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El triunfo de la Cultura

 Por Ignacio Pato

Con la Cultura no pudieron acabar. No podían. Era imposible. Cultura es atarte el cordón desabrochado, tu miedo a una determinada imagen, el tenedor que utilizas para comer o la droga utilizada de distintas maneras en diferentes contextos de diferentes partes del mundo.

Subieron los impuestos, el Estado necesitaba mayor recaudación y en tiempos de crisis la música, la Cultura (con mayúsculas, como a algunos les gusta destacar) se antojaba para algunos burócratas parte de un botín disponible ya que su difícil materialización era ideal para catalogarla como no necesaria. Un lujo en época de necesidad. Cerraron locales en los que se hacían conciertos los fines de semana. Las ventas de discos físicos bajaron hasta hacernos saber que en pocas décadas (y quizá sólo en una o dos generaciones) se convertirían en una reliquia digna de lo que para nosotros era un daguerrotipo del siglo XIX. Pero no era posible acabar con la cultura.



Al poco tiempo supimos que no era sino otra estrategia de miedo forjada por empresarios que habían desembarcado en la cultura (esta vez en minúsculas) y pretendían arrogarse el prestigio de su nombre. Personas que habían realizado una inversión estaban interesadas en que todos colaborásemos a evitar su caída. Ellos se jugaban dinero. Que los demás nos jugásemos con eso parte de la Cultura no estaba tan claro. Los locales cerraban y tú ibas a otro. Cerraban y cada vez había más grupos que tocaban a su vez en otros locales, hasta que los cerraban. Una persecución de las autoridades locales, decían los dueños de estos locales. Para ti y para los grupos sólo suponía un cambio de lugar para es unión de noches de fines de semana que tan necesarias eran.

Al final la Cultura no dejaba de ser también la unión entre personas reunidas para escuchar música en un ordenador en una casa, en una fiesta en la que una o varias de esas personas pinche música como disc-jockey más o menos amateur o en acudir a un concierto en cualquier sala, sea esta la que sea. Si en el hipotético caso de que estas dejasen de existir en este Occidente tan acostumbrado a un consumo individualizado vía discos (al igual que ocurre con los libros o las películas en venta para consumo casero), tendríamos que ponernos manos a la obra en la construcción social (¿qué mejor definición de la Cultura hay que esa?) de iniciativas como soundsystems callejeras.

La música, aun en el hipotético y dramático caso de que alguien la prohibiese expresamente, se vería sustituida en esa distopía por voces anónimas que evocarían situaciones que en principio serían individuales pero pronto cobrarían un sentido colectivo, la voz del común resonaría en, por ejemplo, las grabaciones que una o varias personas coordinadas fueran registrando en las crecientes manifestaciones y expresiones de protesta de las que una población cada vez más acorralada fuese protagonista. Sería, de nuevo, en la calle, y no tendría unos protagonistas claros que pudiesen adquirir el rango de autores ni de artistas. Serían voces empoderadas que adquirirían esa sonoridad conforme a la familiaridad de su expresión en forma y fondo. Serían juegos, claves y mapas. Diversos tonos y ritmos de golpes que resuenan a modos de alertas en un escenario llenado por un empoderamiento (re)constituyente. Y alguien comenzaría a tocar un tam-tam.

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