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Nuestra primera canción de amor

Por: Armando Vega – Gil

 

Llegué a los catorce años con el himen de mis oídos intacto: ninguna música había logrado romper su dique tempranamente esclerótico. Mi cabeza hueca estaba aislada de ruidos y emociones, y yo, huérfano de mariposas en la panza, era incapaz de relacionar melodía alguna con los recuerdos que debí atesorar en mi memoria juvenil. Hasta entonces no había vivido, que ya lo dice el dicho: vivir no es lo mismo que durar.

Llegué a los catorce con mi pizarrín casto: ninguna mano había amasado sus carnes para hacerlo disparar otra cosa que no fuera pipí. Más aún, no recuerdo preerección alguna salvo aquella vez que, regresando de un día de campo lluvioso, me sentaron con todo y primas, muy apretaditos, en el asiento trasero del carro. Si tan sólo hubiera una canción que me llevara de regreso al asiento pegosteoso del Vocho; pero el episodio aquel fue un puro silencio y hoy se me va de las entendederas.

Llegué a los catorce a vivir a una unidad habitacional perdida, lejos de todo, lejos de los amigos que en un par de años olvidaría para siempre; sin ganas de resignarme; huyendo de no sé qué miserias monumentales.

Cuatro departamentos arriba del mío, vivía un chavo de mi edad que estudiaba piano y jugaba fut. Era Ramoncito, le daba a la Polonesa Heroica y era campeón de goleo. Güerito, todas las chavitas querían con él. Yo, en cambio, no sabía nada de música (jamás pude entrar al coro de la secun porque desafinaba como perro atropellado), era un torpe para patear el balón, estaba prieto y las chavas se burlaban de mí por cursi y autista. De entre las que más se encarnizaban contra mí estaba Hilda, la hermana de Ramón, y tanto más se burlaba ella de mí, más me enamoraba de sus mejillas siempre coloradas.



Para colmo de lo inalcanzable y la admiración, Ramón era un rebelde: su maestra de piano lo obligaba a estudiar a Chopin y él ponía por sus tamaños piezas de los Beatles. ¿Beatles? Sí, y me enseñaba sus libros con las partituras de Michelle y Strawberry Fields. Tenía un libro de pastas blancas para los primeros álbumes (A hard day’s night, Meet the Beatles, Help!), y uno negro con el material más ácido (Magical Mystery Tour, el Álbum blanco, Abbey Road). Mis tímpanos comenzaron a ceder y el pizarrín me punzaba cada que, de reojo, miraba los calzones con holanes de Hilda.

Un día Ramón me mostró su joya más querida: el disco de La Banda de Corazones Rotos del Sargento Pimienta. El plato de vinilo no tenía surcos para separar una rola de otra y, al final de Un día en la vida, se escuchaba un pianazo que duraba una eternidad. Ramón le subió al tocadiscos y el edificio se cimbró. Hilda, que pensaba que su hermano estaba solo, salió furiosa de su cuarto, en chones, para reclamarle que le bajara. Al verme, lanzó un grito de asco, ¡ayyyy!, y huyó avergonzada. Muerto de risa, Ramón accedió a prestarme el Sgt. Pepper’s.

Yo entré a su baño fingiendo hacerme chis y, con el corazón latiéndome mortal en la garganta, esculqué la canasta de ropa sucia. Encontré lo que buscaba: un calzón con holanes… Olía a ropa amontonada, tenía una mancha amarillenta en el refuerzo y era terso como la piel de Hilda.

Bajé de prisa a mi casa. Puse a todo el disco amado y, llevado por la mano de Dios, me desnudé y comencé a acariciarme con aquellos calzones sucios. Cuando llegó She’s leaving home, un terror místico se concentró en el centro de mi pajarillo, y brotó el jugo amargo de todas mis frustraciones, de todos mis deseos. ¡Hilda!, grité, y Paul McCartney gimió conmigo bye, bye.

Escondí los calzones bajo mi colchón y, al otro día, por la tarde, vi salir a Hilda del brazo de un chico rubio que la pasearía en su carro para hacerse, en un par de minutos, novio de mi amada. Lloré. Fui por sus blúmers bajo mi colchón y éstos eran una inmundicia acartonada. Quise oír She’s leaving y, con grande torpeza, rayé el disco de mi amigo.

Llegué a los catorce años, y Ramón dejó de hablarme hasta que no le pagué con mis domingos su LP; Hilda se ensañó conmigo cada vez más y, al año siguiente, embarazada, tuvo que casarse por la fuerza; y yo por fin guardé en mi cabeza una historia de amor pisoteado junto a una canción que jamás olvidaría: Ella se va de casa, adiós, adiós.

 

 

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