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Rey del glam

Por: Raquel Castro

 



A Guillo, el auténtico rey del glam

 

Cuando suena el timbre ya tienes todo listo: los adornos frágiles, los libros difíciles de conseguir y los aparatos electrónicos están encerrados con llave en una de las recámaras, el sofá está libre de estorbos, las sillas plegables están a la vista, pero no tan cerca como para arruinar el ambiente en caso de que no venga suficiente banda. Alguna vez intentaste poner platones con botanas pero resultó fatal: tres platones rotos y un par de heridos porque tus amigos, hay que admitirlo, no entienden la diferencia entre un sillón y una mesa de centro o entre sentarse y aventarse al sofá desde la segunda cuerda. No importa: ya te resignaste y sustituiste los platones para la botana por bolsas de frituras que, bien lo sabes, serán una lata a la hora de recoger el tiradero post fiesta, pero menos complicado que limpiar una mancha de sangre del tapiz de los muebles.

El timbre suena de nuevo y, antes de abrir, te miras en el espejo. No puedes reprimir una sonrisa, te gusta tu atuendo falsamente descuidado, dark ma non tropo, piensas, cómodo pero fashion, no por nada te dicen el rey del glam.

—¡Reeeey! ¡Abre! ¡Me estoy miando! —grita una voz masculina desde el otro lado de la puerta.

Suspiras, resignado: tus amigos jamás brillarán en sociedad. Pero podría ser peor, te dices, aunque prefieres no imaginar algo peor que lo que ya han hecho: las paredes de tu departamento (y tú) han sido testigos de falsos intentos de suicidio (con una sobredosis de chochitos homeopáticos), madrizas, threesomes, catfights (que merecen categoría aparte de las madrizas, porque las rucas pelean de otro modo), sesiones de slam al ritmo de Banda Bostik (¿quién trajo un cedé de Banda Bostik?), intentos reales de suicidio (con unas pantimedias a falta de soga) y una extravagante gama de etcéteras, incluyendo la vez que Mario, el bajista de la banda en la que tocas, llegó con tres chicas cristianas que pensaban que iban a una velada de oración y que terminaron haciendo un show lésbico. Una de ellas, Florentina, de plano dejó la iglesia y a veces te la encuentras en los antros de ambiente, siempre con una conquista distinta.

—¡Reeeeeeey! ¡No mameeeeees!  —grita de nuevo la voz.

La reconoces: es Javier, el guitarrista de la banda en la que tocas. Mientras abres la puerta te preguntas por qué los piensas como “la banda en la que tocas” en lugar de “tu banda”. Te respondes de inmediato: para esos dos, Mario y Javier, la banda es lo más importante, más que el trabajo o los estudios (que hace mucho abandonaron) o las chavas. En cambio, para ti, la banda es una de las cosas que haces. Sirve para conocer chicos guapos (el pretexto de que tienes que cargar el pedal y los platillos te permite piropearles la musculatura sin parecer una loca, y así le ayudas a tu gaydar, que en general funciona a medias), pero no te imaginas viviendo de eso.

—Tocayo —dice Javier y choca su puño con el tuyo sin detenerse en su carrera hacia el baño.

Vas a cerrar pero descubres en el vano de la puerta a un tipo alto y muy delgado, vestido como recién salido de Whitby: falda larga de terciopelo, camiseta de vinil sin mangas, collar de púas. También trae unos calientabrazos hechos de pantimedias, obviamente negras, muy en plan oldschool, y unas botas de plataforma con muchísimas hebillas. Su cabello te recuerda al de Johnny Depp en Edward Scissorhands, sólo que está teñido de azul eléctrico. Quiere parecerte conocido pero no estás seguro. Se ve mejor que yo, piensas, y te invade el mal humor.

—Pásale  —le dices, la voz convertida en témpano, y ni siquiera cuando te dedica una sonrisa cálida como una taza de té con miel y te ofrece la mano te mejora el humor. De todos modos respondes al saludo con tanta amabilidad como puedes, porque a fin de cuentas eres el anfitrión.

—Píter —dice —, como Peter Murphy.

Tú no le dices tu nombre: tendría que saberlo si vino a tu casa, ¿no? ¿O es un gorrón sin la mínima educación como para preguntar “¿A dónde vamos?”?

—Estás en tu casa —le dices—. Voy a cambiarme.

—Así te ves muy bien —responde desde la seguridad que le da su atuendo perfecto y te dan ganas de matarlo.

—¿En estas fachas? Cómo crees. Justo me iba a arreglar cuando llegaron —y lo dices con un velado reproche en la voz, como si fuera cierto, pero Píter no se da por enterado.

En eso sale Javier del baño y los dejas solos:

—Tomen lo que gusten, en el refri hay jamón y queso por si quieren —dices, esperando que se note que la segunda intención es llegaron demasiado temprano y no tuve tiempo de comer; pero en el fondo sabes bien que tus habladas son tan sutiles que nadie las percibe.

Aprovechas que Javier jala a su amigo a la cocina para asaltar el refrigerador y corres a tu recámara. Te miras en el espejo: tu atuendo ya no se ve cómodo-pero-fashion, es simplemente fodongo. Fachas indignas del rey del glam, piensas. Mientras revisas tu clóset escuchas cómo los recién llegados se apoderan de tu estéreo y ponen algo darketísimo que, obviamente, reconoces de inmediato porque es de tus bandas favoritas, pero que justo ahorita te pone de mal humor. ¿Stoa, de veras?, te preguntas. Claro, ¿qué otra cosa podrías esperar de un darketo de falda larga y medias en los brazos?, te respondes tú sólo mientras eliges un pantalón acampanado de pana negra y la camisa setentera –obviamente negra también– que estabas guardando para tu cumpleaños. Complementas con tus botas favoritas y te miras de nuevo al espejo, satisfecho. Ningún gorrón se va a ver mejor que tú.

Sales de la recámara para encontrarte con que ya hay cuatro o cinco fulanos más y un motín en torno al estéreo: alguien quiere poner a los Carniceros del Norte para prender el ambiente mientras que Javier se aferra al darkwave neoclásico de Stoa y dice que sólo permitirá que lo quiten para poner a In The Nursery, Ataraxia o Black Tape for a Blue Girl. Buscas a Píter con la mirada y lo encuentras en TU sillón, hojeando uno de TUS libros de David Lachapelle, que según tú habías puesto a resguardo en la recámara. Lo miras fijamente, esperando que suelte el libro, pero cuando se da cuenta de que alguien lo observa y de que ese alguien eres tú sólo sonríe y te sostiene la mirada un momento, sólo para volver al libro.

—¡Rey! Es tu casa, tú decide qué ponemos —te dice Javier.

—¡Es una fiesta, Rey! Dile a Javier que no chingue —reclama Juan, otro de los presentes—. Además, yo me voy a ir temprano.

—Eso es tu pedo, güey —le responde Javier—. No vamos a poner naqueces.

—No mames. Los Carniceros no son naqueces, tocayo —le dices a Javier—. Y yo sí quiero bailar.

—Pon algo que sea intermedio —interviene el tal Píter—. ¿Qué tal algo de Alaska?

Su voz suena tan cerca que te sobresaltas y, al voltear, lo descubres a tu lado. Él pone su mano en tu hombro y te sonríe de nuevo. Sientes que te derrites y necesitas de toda tu disciplina para fingir indiferencia.

—¿Pegamoides? —le preguntas, intentando mantenerte helado.

—Dinarama —te responde y guiña el ojo.

Hay algo terriblemente varonil en él. Pinches bugas llevaditos, piensas, esperando que de una vez te quite la mano de encima: si fueras tú quien lo tocara a él, ¿se portaría con la misma naturalidad o le iría a llorar a alguien con que tu amigo gay me acosa?

Todos aclaman la sugerencia, excepto Javier, que refunfuña pero no tiene más remedio que ceder. Ni tú ni nadie comienza a sonar y todos llevan el ritmo con la cabeza o los pies, pero nadie se anima a bailar. Te mueres de ganas de echarte la coreografía completa, pero te contienes. Si sólo estuviera Ofelia, vocalista de la banda y tu cómplice en las fiestas, la sacarías a abrir pista. Pero todavía no llega una sola ruca. Ves la hora, todavía es temprano. Apenas se estarán arreglando, imaginas.

—Faltan chavas —dice Píter, como si te leyera el pensamiento.

Asientes con la cabeza pero en el fondo el alma se te va a los pies: con que sí es un buga llevadito, maldita sea. Pronosticas que en cuanto llegue Ofe con su palomilla de chicas sexis, Píter olvidará su amabilidad contigo. La historia de mi vida, te dices.

Empieza Cómo pudiste hacerme esto a mí y Píter se pone a bailar frente a ti. Te pones nervioso, mueves un poco los brazos y la cabeza; no se puede decir que estés bailando, pero tampoco que lo tiras de a loco: te dices que es tu deber como anfitrión, pero evitas en todo momento encontrar sus ojos con los tuyos.

—¡Qué bien te ves, por cierto! —te dice, y no te queda más remedio que mirarlo.

—Pues no había de otra. Me veía como pordiosero junto a ti —le respondes, y te sorprende tu propia honestidad.

Él ríe antes de responder.

—Oye, pues me trajeron a una fiesta del mítico rey del glam. Ni modo de venir como recién salido de la cama, ¿no?

Te quedas mudo. En tu cabeza las preguntas se formulan a toda velocidad, pero la garganta está atascada y simplemente no salen.

—Te he visto en mil tocadas pero nunca me pelas —te dice —Siempre me quedo mirándote pero tú te haces bien güey.

Lo piensas un poco y te das cuenta de que sí, que claro, lo has visto en las tocadas de la banda, sólo que con el cabello rojo ¿o negro? Maldita sea, tengo que empezar a usar los lentes, piensas y te quieres dar de topes.

—Necesito ir al oculista pero los anteojos me dan no sé qué —respondes y sabes que suena a mal pretexto.

—Seguro encontrarás un modelo pocamadre cuando te decidas a usarlos —y su sonrisa es de que te creyó el pretexto que no es pretexto.

Entonces comienza a sonar El rey del glam.

—Tu canción —dice Píter, tomándote de la cintura mientras baila.

Ir al oftalmólogo, apuntas mentalmente en tu lista de pendientes. Y buscar un armazón pocamadre, alcanzas a pensar antes de darle el primer beso.

 

 

 

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