Por Franz De Paula

 Anoche veía el fin del mundo de “Donnie Darko” y pensaba en esto del viaje en el tiempo. Una vez más.

Mi noche cayó de canto entre la vigilia y el sueño. La fiebre emergía de mi frente. Carl Sagan sentado en la máquina del tiempo se transformaba en el stephen-hawking-móvil –con Stephen Hawking dentro, por supuesto–; agujeros negros y túneles acuosos danzaban con “The Killing Moon” y “Head Over Heels” de fondo, que sonaban al mismo tiempo. Turbulencia.
Es mediodía ya, y sigo pensando en eso.



Si me topara con mi yo pasado –en un viaje accidental en el tiempo, claro está–, ¿qué me diría?
Yo sé qué me diría, si me encontrara conmigo. Se trata de mí. Y justo eso me diría.

Se trata de mí. De nadie más. Me diría todo lo contrario a lo que habría oído hasta el momento.
Me diría que no hay razón para preocuparme. No, al menos, por las razones que el mundo cree tener para preocuparse. Las de moda y las de siempre. No es el fin del mundo el tema importante –ese vendrá (si no alteramos estúpidamente su curso) en billones de años más, cuando a nuestro Sol se le agote el combustible y el Sistema Solar se extinga, cuando todo esto sea materia de otras estrellas más.
Es el fin de mi mundo el punto importante. Ese vendrá, ciertamente –la ventaja es que no sé cuándo–. Soy yo el que experimento mi mundo, mi vida. Mi punto es que estoy vivo aquí y ahora; y esto, para mí, implica mucho más que decir que sólo existo. No necesito –no quiero– estar al borde de la muerte para apreciar lo vivo que estuve hasta ese momento.

 

 

Al mundo le preocupa más su fin como especie y no como individuo. Pero ¿qué es el mundo sino los individuos que lo conforman? Me doy cuenta que la humanidad vive una paradoja absurda y constante: vive sin acordarse de que algún día va a morir, y muere sin acordarse de haber vivido. Esto me hace pensar tres cosas sobre mi propia vida:

1. Tengo una urgente necesidad de hacer. Pienso en las cosas que haría ya en lugar de dejarlas ahí como si fuera a vivir para siempre.

2. Ya no me interesa estar en lo correcto. Lo que quiero es ser feliz.

3. Lo que hago prueba lo que creo, me define. Y éste es el momento de decidir lo que hago y lo que quiero que me defina. Es mi única vida.

Todo empieza con la curiosidad. Mucha gente la regaña o la reprime. Mucha.
La consideran infantil e inmadura. Quietecito ahí, mijoY tienen razón, lo es.

Los niños recién entran a esta feria interminable de juegos multicolores y multisabores, donde todo es nuevo, todo es digno de ser explorado y descubierto. Imaginan. Preguntan. Se emocionan. Ríen mucho. Están abiertos – son divertidos.

Los adultos se acostumbraron a la feria desde hace mucho tiempo. Dejaron de jugarla, dejaron de explorarla, dejaron de preguntarse. En lo conocido se sienten seguros. Lo nuevo les da miedo y argumentan que es inferior a lo viejo para no interesarse en él. A su lista de miedos adquiridos le llaman experiencia. Al conjunto de sus prejuicios le llaman sentido común. Regañan. Están cerrados – son aburridos.

Alguien con mente curiosa emprende y averigua sobre las cosas. Cuando algo le llama la atención o es inusual investiga las razones. La curiosidad es una virtud innata del humano. Gracias a ella, la especie avanza. Voltaire dijo «juzga a un hombre por sus preguntas, jamás por sus respuestas«. Me parece una frase extraordinaria, digna de una mente inquieta.

La maravillosa estructura de la realidad – ¿cómo no querer averiguarla en cualquiera de sus aspectos? Creo que la vida es más interesante y divertida cuando la cuestionas y la averiguas que cuando callas y la asumes como te la enseñaron. Justo por eso, hay que plantear las preguntas adecuadas para obtener las respuestas adecuadas.

 

 

Conozco niños adulterados y adultos infantiles. Nadie deja de jugar porque envejece, envejece porque deja de jugar.
Y, al principio, todo fue curiosidad. Ahí empieza todo.

Si me encontrara conmigo, me sentaría a mi lado a leerme Mentalmorfosis, mi libro. Me tomó unas pocas semanas escribirlo, ilustrarlo –hacerlo. Pensarlo –vivirlo– me tomó un poco más.

A mediados del año pasado, perdí una mochila –mi mochila favorita con varias cosas que me importaban, aunque ninguna tanto como un par de cuadernos con apuntes de Mentalmorfosis dentro. La dejé una noche en un taxi y sentí, con la conciencia del día siguiente, que había sucedido algo irreparable. Eso me hizo pensar en las momentos de sensación “irreparable” por los que había vivido. De pronto, supe qué era lo que quería hacer.

 

Tenía que dibujarlo. Todo. Nunca hubo un día, desde que pensaba por mí mismo, que no dibujara –hasta que, a los once, me rompí el brazo derecho. Un mes entero con un yeso que me atrapaba desde la punta de mis dedos hasta el hombro. Por supuesto, al tercer día de no poder dibujar, sentía enloquecer. ¿Cómo podría dibujar sin mi mano? ¿Soy yo sin mi mano? Si a un gato le cortas una pata –pensaba yo–, ¿son sólo ¾ partes de gato, o sigue siendo un gato? Soy yo quien sé dibujar, mi mente, no mi mano.

Todo está en la cabeza. Y así dibujé un mes entero con la mano izquierda. Dibujé cosas que jamás habrían sido dibujadas en circunstancias normales. Y si éstas no eran circunstancias normales tampoco, la respuesta era la misma: todo está aquí, en la cabeza. Así que me senté a dibujar y a escribir Mentalmorfosis. Todo de un jalón. Un mes después de terminarlo, reaparece mi mochila, entregada por un sencillo y honesto taxista –“eran sus diarios, joven, ¿cómo podría quedarme con eso?”
Terminé Mentalmorfosis hace un año, después de pulirlo y compartirlo. Después de mi cordura. Una cápsula en el tiempo. Un inmediato ayer de un año de duración. Una era atrás.Hace un año me preguntaba qué sería de toda esta aparente locura –¿podría filtrarse a través del sensato maquillaje de la realidad? ¿Colarse entre las fisuras de lo establecido? ¿Subsistir?

La percepción de tu tiempo es relativa a tu experiencia; o sea, qué tan intenso vives. Cuando haces cosas que no te importan –nada tuyo, nada que involucre en tu mente una emoción positiva, al menos– el tiempo corre lineal, predecible, desesperante. Cuando haces mucho de lo tuyo –lo que auténticamente te importa– el tiempo se expande, multiplica impactos nuevos en tu red neuronal. Vives más porque experimentas más. Vives tu propia resonancia.

Ahora –un año después–, la locura evoluciona; adquiere dimensiones propias: a un paso de preparar la 3ª edición lo he contado ya muchas veces en vivo, tanto a una persona como a varios centenares. Y a todas parece revolucionarles la cabeza. Una emocionante locura. Mentalmorfosis. 

 

 

La locura de contar lo que realmente me emociona. De contar mi mente. De vivir haciendo lo que realmente quiero.
Y de encontrar eco. En realidad, sigo siendo ese mismo niño, que averiguó cómo dibujar y pensar diferente; sólo tengo la capacidad crítica algo más desarrollada.

Aquí y ahora me doy cuenta que hace un año me preparé para el fin de mi mundo –cuando fuera–. Me armé del único equipaje que necesito: mi manifiesto. Mi acordeón de vida. Mi mapa mental. Mi estandarte y mi armadura –en tiempos difíciles– que me instan a recordarme que nada debo temer, que siempre está en mi mano hacer lo que quiera.

 

 

No puedo imaginarme nada más liberador. En realidad, no era el fin de mi mundo –esto es sólo el principio.
Un final al revés es un nuevo principio.

Franz De Paula.
10.12.12

Más información sobre Mentalmorfosis en:
Franz De Paula es un diseñador gráfico, artista visual y escritor mexicano. Como escritor, fue reconocido con una mención honorífica en Premio Nacional de Cuento Carmen Báez 2005. Su primer libro, Mentalmorfosis, fue editado de manera independiente este 2012 obteniendo una gran respuesta del público en sus presentaciones alrededor de la república.
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Un comentario en «Tu propia Resonancia. Franz De Paula – Resonancias #AntesDelFinDelMundo»

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