Ayer se estrenó J. Edgar en salas mexicanas. Es en mi opinión una de esas películas de corte político que son interesantes desde varias perspectivas: desde como son recibidas por el público, la critica, y su desenvolvimiento en la industria cinematográfica.
Es una película llamada a ganar Oscares. Pero antes, es una obra que pone en el dedo en el renglón de un discurso que cada vez vivimos más intensamente; ese que justifica las incursiones estadunidenses en el extranjero y que se ha vuelto intocable por medio de comunicación no sólo de ese país. J. Edgar Hoover, como es presentado en esta película, es uno de los grandes responsables de la generación y la legitimación de dicha arma retórica, consolidada en la creación del FBI.
Como su nombre lo indica, esta película es un retrato del hombre; lo que vemos es una ideal pero también su origen. El personaje de la madre se vuelve fundamental para la interpretación; sobretodo en una película donde no existe tal cosa como una moraleja sino es ofrecida con un dejo de ironía, logrado a partir de los propios defectos del señor Hoover.
Vemos al genio de la organización y al pionero de las ciencias forenses, pero también vemos un personaje educado bajo los inamovibles preceptos del conservadurismo estadounidense; vemos al rostro detrás del agente y una personalidad consumida por un miedo muy parecido a la paranoia.
Eastwood, el director de la película, no pretende un panegírico. Este no es un hombre para admirar sino para observar críticamente. Las incongruencias de su carácter están representadas directa e indirectamente. Sin embargo, estas diferenciaciones sólo pueden venir de una observación detallada. A mi parecer a simple vista muchos podrían irse pensando que esta es «otra gringada»: la mayoría de los elementos más controversiales de la película están expuestos en escenas que se entienden sin palabras o donde estas caen en contextos más amplios. Es sólo a través de una mirada más inclinada a la crítica que la película adquiere su calidad plena.