Por: Óscar Luviano

Este lunes, por la mañana, en el canal pleno de patos que tenemos a unas calles de nuestra casa, Gabriela fue asaltada mientras hacia su paseo de todas las mañanas. Su agresor la ahorcó por la espalda para quitarle el iPhone. Como se acercaban otros paseantes, la soltó y le ordenó que corriera sin mirar atrás.

Unos días después, mi madre me llamó por teléfono para decirme que el esposo de una de mis primas acababa de morir en el hospital. Sus asaltantes no tuvieron piedad, ni hubo testigos. Es inevitable, cuando las tragedias personales se suman, colocarlas unas al lado de las otras, y encontrar sus secretos vínculos (secretos hasta que enfrentamos su desoladora evidencia): sentir tras su suma que asistimos al fin del mundo.

La sensación en la que ella y yo hemos vivido estos días es esa: la de un fin inexorable e indeleble. Pero no de la forma en que los creyentes en los mayas hollywoodenses lo estiman. En lo que a nosotros se refiere (cuando despierto, lo primero que hago es tender mi mano hacia su silueta en la cama para comprobar que existe, que no se ha desgastado, que en el calor de su cuerpo bajo las sábanas pervivimos), el fin del mundo no es ni cataclísmico ni el rapto de los Justos montados en globos de helio. El fin al que la violencia nos ha orillado es la lenta y corrosiva repetición de los males menores, del mal de nuestros iguales, del daño que proviene de su mediocridad y de su ambición.



Anoche caminé al sitio donde lastimaron a Gabriela. Es lo que puedo hacer en tanto me falta el valor o la decencia para llamar a mi prima. Los patos, el río y los minúsculos ajolotes que la mujer que amó considera suyos dormían en una penumbra de ramas y espuma. A unos metros del lugar en donde el ladrón le arrancó esa felicidad, hay una cruz de metal rodeada de flores secas: el homenaje para una víctima que no obtuvo ni piedad ni testigos.

Durante sus caminatas, ella solía detenerse conmovida ante esa cruz en cuya plaza es imposible leer el nombre del homenajeado: alguien había muerto en el que ella consideraba su paraíso.
Al no encontrar sentido alguno en mi visita al sitio del crimen (ni al asaltante: debo reconocer que acomodé el filo de las llaves entre mi puño cerrado), hice el mismo alto que ella ante la cruz, y en su lugar, pues tal vez ya no lo hará más. El fin del mundo son las renuncias a las que el mal y su banalidad nos obligan.

No se lo he contado (y lo sabe ahora, mientras lee esto): había un ramo de flores blancas al pie de la cruz. Como las habría, creo, al pie de la cruz en la tumba del esposo de mi prima. Alguien había recordado tras mucho tiempo.
Y sus flores me recordaron (ponemos las tragedias una al lado de la otra) a las que los choferes de la funeraria se robaron mientras estábamos ocupando desatornillando manijas y adornos del ataúd de mi padre: era demasiado grande para el nicho que le destinaron. Los albañiles tuvieron que añadir una cornisa saliente, y cada vez que sus nietos y mi madre van a visitarlo, es como si les saliera al paso. A la orilla del río, ante la cruz, tuve que admitir que no recuerdo la última vez que hablé con mi padre. Sin embargo, recuerdo la primera vez que vio a Gabriela, y como se admiró de que le acompañara con un curado. “A ella le gusta el pulque”, repetía, ebrio, asintiendo, felizmente orgulloso.

 

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Unos meses después del funeral, bebí mi primer curado de nuez, con Gabriela, en una de esas pulquerías hipster a la que nunca habría entrado el ex boxeador que era mi padre, pero bebimos en su honor, y en ese momento, en el gusto de yogur amargo, me di cuenta de que no recordaba cuándo había sido la última vez que hablé con él, pero sí que, feliz, había reconocido en la mujer que amo a una cómplice.
Escribo, pues es todo lo que sé hacer, pero de pie ante aquella cruz que sigue ahí, a la espera de que nosotros reconozcamos que el mundo no termina a pesar de su desgaste, cobijada por el anadeo de los patos y la metamorfosis negada a los ajolotes, supe que no hay una moraleja posible ante el fin del mundo.Está el desgaste (he leído que el Universo produce cada vez menos estrellas —30 veces menos cada billón de años— y que cada vez nos acechará una mayor oscuridad), pero también está el pulque. Están las sombras que nunca serán tan densas como para impedirnos contar los pasos que nos separan del lugar de la tragedia (esa que sumaremos a otras para construir el Apocalipsis) y la cama donde ella escribe, con los ojos húmedos por este fin de todas las cosas buenas. Y la cama donde he de encontrarla mañana, bajo la caricia de mi mano.

 

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Óscar Luviano: Es un periodista, blogger y escritor mexicano. Sus ficciones, cuentos cortos y artículos han sido publicados en medios como el suplemento cultural Guardagujas de La Jornada Aguascalientes, la revista digital de la Universidad Nacional Autónoma de México y en diversas antologías de cuentos mexicanos.

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