Hace dos o tres días fui a ver la película Where the wild things are (Dónde viven los monstruos) del extravagante director Spike Jonzee. Fue un flashback directo al estilo de cine que hacia Jim Henson en los 80’s (Laberinto, El Cristal Encantado, etc.) La historia del pequeño Max me recordó que todos tenemos sed de aventura, algo salvaje en nuestros adentros a punto de escapar cuando menos lo esperemos. Nacemos siendo animales, con gran esfuerzo los mejores domadores de bestias del mundo (nuestros padres y maestros) nos educan y disciplinan. Nos enseñan los buenos y civilizados modales. Mucho trabajo cuesta a estos constantes domadores convencer a los niños de conservar la ropa puesta, bañarse, no comer la tierra, no hacer hoyos en las paredes, modular esos gruñidos y aullidos para transformarlos en vocales y consonantes que formen palabras entendibles. Convertir ese ímpetu destructor en creador. Todo para alejar a la fiera que todos llevamos dentro. Pero como bien dijo Sarmihiel, personaje del libro Gog de Giovanni Papinni:
“Aunque los pedagogos del género humano hayan intentado torcer la sana animalidad primitiva con todas las drogas y sortilegios de la literatura, la filosofía y la religión, los hombres, sin embargo, han conservado la nostalgia del estado bestial y, cuando pueden, vuelven con gusto, al menos por algunos minutos o algunas horas, a embriagarse con la pura voluptuosidad de los brutos.”
Y es que el paraíso de la bestialidad seduce a cualquiera que prueba su manzana prohibida, quizás por su gran parecido al jardín del Edén. Un gran bosque donde todos los animales y el hombre conviven compartiendo su salvajismo y desnudes.
La película de Jonzee me recordó hace años cuando acompañé a un amigo a su rancho en un sitio perdido en el estado de Morelos, cerca de un pequeño poblado con no más de cien habitantes. Uno como citadino trata sin obtener resultados de atrapar algo de señal del celular o busca una línea telefónica, para hablar a casa y decirle a los demás que ya se llegó a lo salvaje, a otro mundo con otras reglas, sin ninguna rutina. En aquel rancho había animales domésticos si, pero más salvajes incluso que los pocos “no domésticos” que hayamos en la ciudad. Las vacas y borregos pastan libres sin cercas, invaden todos los terrenos y caminos, los patos y las gallinas cloquean y graznan despreocupados mientras uno se imagina que en cualquier momento emprenderán el vuelo. El perro actúa casi tan feroz como el lobo, defiende su territorio hasta la muerte. En aquel rancho había por cierto cinco enormes canes, que si no fuera por la presencia de su amo, se hubieran abalanzado a destazarme con toda certeza. Todas las noches que duró el viaje salimos a caminar hasta la madrugada con algunos niños del pueblo. Los perros nos seguían con sus ojos luminosos. Gracias a ese recuerdo puedo explicarme hoy la historiaa de los nahuales, pues yo sentí que me transformaba en canido cuando como una jauría corrimos por los obscuros caminos apenas iluminados por las estrellas. Tlacuaches, serpientes y animales de todo tipo se cruzaban en nuestro camino, pero nosotros éramos los señores de la noche. Salió la luna y los perros aullaron, me dieron también ganas de hacerlo agradecido por la bendita luz. Todo árbol, piedra, montaña o camino se encendió de pronto con un brillo fantasmal, ahí comprendí porque habían nacido las historias de la llorona o las banshees. Llegamos al río e hicimos un gran fuego, los perros agradecieron el calor producto de nuestros poderes de hechicería. Nos rodearon a todos con sus grandes hocicos, humeantes de vapor y sus ojos encendidos aun más con el brillo del fuego. Sentimos la necesidad de contarnos historias, el misticismo invadía la atmosfera. Antes de que saliera el sol, me encontré durmiendo en medio de la jauría, todos unos contra otros formando un solo ser. Supe en ese instante que había regresado a la semilla de mi propia alma, si me lo hubieran propuesto hubiera podido continuar toda mi vida viviendo así, sin preocuparme por la escuela, el dinero, la ropa, la sociedad, el futuro o el pasado.
Y es que la vida primitiva siempre es tan presente, situación que en la película de Jonzee se retrata muy bien cuando a Max se le olvida incluso comer durante un periodo de tiempo que nos parece prolongado. Es cierto cuando uno vuelve de un viaje así, readaptarse a la rígida civilización nos parece imposible. Se siente como un shock. Pero nuestros ímpetus destructores y creadores se potencializan. Y ese domador de bestias interno al que llamamos madurez poco a poco nos reintegra al mundo de los hombres y sus reglas. Es ese yo interno el que finalmente decide como ha de usarse ese nuevo potencial. Con el paso de los años recordamos nuestro viaje con nostalgia, y por que no también nuestra niñez, ese lejano momento cuando fuimos cosas salvajes.
¿Donde viven los monstruos?, Estreno en México: 15 de Enero 2010
Calificación: aaaa
Excelente retrato de la vida salvaje que deseamos por momentos. Claro, lo deseamos solo por momentos. Tenemos mucho miedo de la incertidumbre del mundo natural. Nos civilizamos a causa de nuestros miedos. Sometimos a la naturaleza para ponerla a nuestro servicio. Ese fue el resultado mas salvaje de nuestra civilizacion.
Me gustaria regresar a mi infancia para entender mejor mejor mi conexion con el mundo natural. Ser salvaje no es tan terrible como se nos hace creer.
Felicidades
Fabuloso mame. Yo escuché esa anécdota a medias alguna vez. Un abrazo.