En la jerga del escenario existe un vocablo para denominar (en la mayoría de las veces en el sentido más peyorativo) al instrumentista que, dada su versatilidad y técnica, alquila su oficio artístico a quien se lo pague, sea comercial o eminentemente cultural, ya sea en el Salón México con un danzón, en el Caribe abriéndole con salsa a Óscar de León o haciendo todo el trabajo de fondo de los artistas pop. Afrontémoslo, el huesero es omnipresente.

Pero esta figura del músico comodín mudó de piel recientemente, pasando del estereotipo aquél del trompetista gordito ya entrado en su quinta década de existencia, hábil para los sonidos agudos, diestro en el albur y conocedor de tragos, a un renovado huesero salido de la superior o con estudios truncos en instrumento, en sus plenos veintes, experimentando y cobrando en los moles y ritmos que le pongan de frente. Y es que, si me apresuran, comienzo a desmenuzar el telón gordo y solemne, casi místico, del escenario, del mundo de los músicos en el país. Las bandas que escuchamos en maratónicos conciertos en los ya conocidos macroforos no son precisamente agrupaciones de amigos que, inseparablemente desde su bendita y virtuosa juventud, evolucionaron hasta convertirse en las estrellas del mainstream. Hay excepciones maravillosas, no niego, pero en su mayoría las bandas han apuntalado sus fortalezas rítmicas con un baterista experimentado y ya probado en más de un foro, o un guitarrista experto en distorsiones que antes fue corista de una banda tropical, o uno de esos bajistas estupendos que te arrancan del asiento con un Groove espectacular que, lógicamente y con perdón de los metaleros, no nació de escuchar únicamente las consagradas de AC/DC. Todos somos y conocemos hueseros.


Y permítaseme este espacio para hacer una crónica más o menos fiel de lo que sucede en la escalerita que te lleva al escenario, detrás de las manos y puños alzados, detrás de la reja y los detestables pero necesarios hombres fluorescentes de seguridad: lo que ocurre en las carpas donde se pierde ese vocal rockero que apenas sonríe a lo lejos. No es mi intención, sin embargo, borrar esa parafernalia y misticismo que envuelve al escenario y de la cual todos los músicos somos adictos (aunque algunos lo nieguen y afirmen que ya no sienten cosquillas en las yemas de los dedos a puntito de subirse o que ya sólo tocan por plata).

Prometo solemne no deshonrar el gremio ni disipar el humo exquisito de ser un músico y no un contador (con el perdón) y, a cambio, ofrezco a los lectores que están del otro lado, los que cargan de vibra a las bandas de las que formamos parte, los que moviendo la cadera y la conciencia nos hacen olvidar las tres horas de viaje en una camioneta de la segunda guerra mundial, la lucha perenne con el organizador (o con el manager) para pellizcarle unos billetes y una que otra cerveza, y el fantasma constante de las fallas de sonido que hacen temblar a cualquier ingeniero de sala o monitores.


La vida es mucho más que el rock: les sorprendería la cantidad de músicos que son emblemas de rudeza y rock que comenzaron y se hicieron en géneros ajenos (o no tanto) al beat rocanrolero. Así que no desdeñen la voz del huesero, que está y no está al mismo tiempo, y qué mejor que el tenor de un instrumentista de un aliento madera, sin afán de defender a los colegas metales y arguyendo sólo a la versatilidad de los mismos, para meterlos, con esa pulserita amarilla que abre todo y dice “all acces” o “talento”, al vibrante, volátil, a veces peligrosísimo, crudo y siempre, pero siempre sublime, mundo del arte sonoro. Con perdón, y con permiso, levanten el telón. Vibra caracol.



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