Espero que no huyan porque esta vez he querido aprovecharme de una noticia de política para armar esta columna. El tema me parece fundamental: Qué piensan los candidatos y medios de comunicación sobre el aprendizaje de una lengua extranjera (esta vez el inglés) y sobre una disciplina casi siempre subestimada como la traducción. Me refiero a la relevancia que puede tener si los candidatos a la presidencia pueden o no comunicarse en inglés.
Me declaro traductor, sobretodo de textos literarios, y no pocas veces he sido advertido de los prejuicios que rodean a la disciplina y la ponen como un plato de segunda ante la «escritura creativa» u otras facetas del trabajo académico. Entonces, aunque comprendo los preceptos bajo los cuales se rigen los medios de comunicación para criticar a los candidatos, me parecen equivocados. El traductor es un puente entre culturas, para decirlo rápido. En este caso, desde luego, estamos hablando de dos culturas diferentes con dos gobiernos diferentes: los países que tienen al inglés como lengua materna pertenecen necesariamente a una cultura diferente a la nuestra; de hablantes de un español mestizo.
Al atacar a un candidato por negarse a aprender inglés, le estamos reclamando también su poca adherencia a ideas contra las que él mismo se opone, en el caso de López Obrador; la dependencia de la economía mexicana hacia los capitales extranjeros. Sea cual sea nuestra posición al respecto, la acusación parece absurda cuando el candidato es congruente con la ideología que presenta. Pareciera que existe una ley no escrita donde el presidente de México tiene que conocer la lengua inglesa.
Pero es tanta la presión ejercida que tenemos el ejemplo reciente de los últimos presidentes mexicanos a los que evidentemente les cuesta expresarse con fluidez en ese idioma o el propio Enrique Peña Nieto, cuya situación muchos han visto en videos en YouTube. Más allá de la calidad de las escuelas, a la que los (ex) candidatos acudan es innegable la distancia entre ellos y nuevas generaciones, sobretodo urbanas o de ciertas posibilidades económicas, quienes pueden manejarse en inglés con facilidad.
Lo que está de fondo es un nulo reconocimiento a la labor del traductor; aunque parezca absolutamente necesaria, su función parece prescindible porque «cualquiera puede hacerlo» cuando la realidad dista mucho de ese escenario. Acaso también tenga que ver con que para con los políticos preciamos más su capacidad en lenguas que su capacidad como gobernante; me temo que no es el caso, sino que somos incapaces de diferenciar entre las dos.